martes, 27 de enero de 2009

San Agustín

Cual si fuese el suave velo de seda de la mismísima Pincoya, la estival brisa nocturna acariciaba las rondas de arrayanes, que a esa hora, a lo lejos, más parecían grandes rocas sosteniendo los chamantos azules de las empastadas. Grillos y sapos reemplazaban a vacas y ovejas, y entonaban su melodía omnipresente a modo de natural coro. En tierra reinaba el minúsculo reino de los insectos; mientras, en el cielo de carbón, las bandurrias con su metálico tac-tac, y los queltehues con sus gritos de viejas, pasaban fantasmagóricamente sobre nuestras cabezas. La luna iluminaba la huella que brillaba como hilito de baba culebreando por entre cercas, trancas y alamedas, o saltando sobre arroyuelos y colinas. Los perros a lo lejos percutían los cantos noctámbulos y algunos bichos se acercaban curiosos al sonido de nuestros pasos, que como molinillos crujían sobre las piedrecillas del camino. La magia de la noche de Chiloé continental brillaba en cada rincón de San Agustín.
Veníamos de la novena. De vez en cuando pasábamos junto a casas negras desde cuyas ventanas asomaba la débil luz amarilla de las lámparas, pero la mayor parte del viaje era a solas. La conversación era animada, y aunque yo no participaba mucho me gustaba escuchar el acento cantadito del sur en boca de mis tíos y mis primos.

-¡Que no se te olvide esperarnos con los chicos a la llegada de la lancha poh!.. – que le decía el Nilo a mi prima Irma– ¡…mira que vamos a traer hartas cosas y este se hace el leso a veces y no va a ayudar! – regañaba mirando al Tito.
¡Eyyyyyy! Ya empezó este a reclamar! – se quejaba el otro.
-¡Jueh!¡Ya está igual que el Pancho Rosca este Tito!- le puso mi tío Gabo, a lo que siguieron animadas carcajadas de todos los caminantes.
-¿Y quién es Pancho Rosca?- Me metí yo.
-¡Ahhh, ese un brujo pueh!- Acotó mi tía Eliana.
- Ese es de la “Majía”- comenzó a contar el tío- Esos son los brujos escondidos que andan por ahí. Es conocedor de las artes ocultas, como dicen, pero nunca naide había descubierto en nada raro al viejo. Hasta que un día tuvimos que pedir cooperación para una traslado, porque queríamos sacar el galpón grande que estaba al lado del pozo, lo queríamos llevar más cerca de la casa, porque ya estamos muy viejos, parece, para caminar tanto. Todos los vecinos se ofrecieron altiro, especialmente el Pancho Rosca, que era el más animado en participar. Entonces llegó el día de la junta y aparecieron todos, menos él susodicho. La cosa es que terminó la minga y después vino el correspondiente cocimiento. Lo único curioso que recuerdan es que andaba un perro cargante que la Eliana tuvo que echar a varillazos porque dele con andar pidiendo los choritos. A todo esto, echábamos pericos contra el viejo, porque se había portado tan chueco; hasta que un par de días después lo encontramos en el pueblo. ¿Y qué le pasó Panchito que no fue el otro día? que le dijimos; ¿Cómo que no fui, comadre, que no se acuerda que me echó a varillazos?, que dijo. Ahí se reveló solito el fiura.

La conversación siguió animada sobre otras anécdotas del famoso brujo, del que siempre se había dicho se corporizaba en animales y salía a vagar por las casas, potreros y bosquecillos. Además, se contaba que podía embrujar a las personas que le causaban algún problema. Como dicen que le sucedió a su vecina Carmen, que cuando eran jóvenes cautivó con su belleza a Pancho Rosca. Él la seguía y le enviaba regalos, pero la mujer no le hacía caso. Hasta que un día, la mentada Carmen amaneció totalmente loca, perdida en el tiempo, sin habla. Solía caminar sola por la playa y cuando la marea baja transformaba la isla Taupil en península, ella se detenía en medio de la provisoria pasarela mirando hacia el este. De ahí no se movía hasta que el mar con su blanca espuma le comenzaba a bañar los pies descalzos. Entonces, una mañana nublada no se levantó más, quedó en estado vegetal sobre su cama donde su anciana madre debía atenderla. Coincidentemente, ese mismo día apareció en la orilla del istmo un gran tronco negro clavado entre las piedras, que en marea baja parecía un gran reloj de arena midiendo algún misterioso y mágico tiempo sobre las resbalosas y verdes rocas; y durante la marea alta, asemejaba una solitaria boya en medio del canal, esperando quien sabe qué nave. Muy luego comenzaron a tejerse cuentos acerca de que tenía algo que ver con el agravamiento de la enfermedad de la Carmen. Su padre, deprimido con la lenta decadencia de su hija, hizo oído de esos cuentos y llevó su yunta de bueyes a la playa para tratar de mover el madero. Sin embargo, por más que los animales tiraban no movían el pesado objeto. Pidió otro par de yuntas entre sus vecinos, pero ni siquiera con seis poderosas bestias fue posible sacarlo.
Cuando ya se habían dado por vencidos los vecinos y se había resignado el padre, un día, tal como apareció, el tronco se fue. Esa mañana la madre de Carmen fue a verla a su habitación y solo encontró la cama desordenada y de su hija nunca más se supo.
Lo más extraño es que dicen que esa noche fue visto en los alrededores un hermoso barco totalmente iluminado, dentro del cual se escuchaba música y risas.

Las historias de mi tío, entre las sombras oscuras y las danzas de los árboles, a los más jóvenes se nos fue haciendo cada vez más tenebrosas. Cada rama que se agitaba, cada chuncho que cantaba, parecían confabulados para hacernos saltar de susto. Aunque tratábamos de disimularlo falsamente con risas, saltábamos con cada palmada en la espalda o cada piedrecilla arrojada furtivamente junto al camino. Cada sonido de la noche se convertía en algún peligro oculto acechando en la oscuridad, y las siluetas de ramas y troncos se transfiguraban en seres mágicos, que embrujaban con sus movimientos cadenciosos en un baile hipnótico.
En ese ambiente nos desplazábamos cuando, de pronto, las matas que crecían junto al camino comenzaron a sacudirse violentamente. Sin detenernos, miramos hacia donde surgía el extraño ruido y en ese momento, ante el terror mío y de mis primos, se nos atravesó una gran masa mitad blanca y mitad negra que se desplazó velozmente por delante; lo que nos detuvo de improviso haciéndonos perder el equilibrio, y nos hizo caer de bruces contra las piedras de la ruta. Por un momento la piel se nos heló y una explosión de miedo nos sacudió de arriba a abajo, pero todo esto se convirtió en alegres carcajadas al escuchar alegremente a mi tío, mientras desde el suelo observábamos como se alejaba el robusto motivo de nuestra caída:

-¡No ven!¡No ven!¡Por andar pelando al Pancho Rosca, se convirtió en la chancha de dos colores y los vino a poner de hocico al suelo como barraquitos, miércale!

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Inercia

El viejo va vestido de abrigo a pesar del calor primaveral, viste así para poder esconder lo que carga en su bolsillo interior. Llega a la esquina con decisión y apresuramiento pero distraído, el semáforo da la luz verde y sin mirar avanza dos pasos hacia la calle. Entonces alcanza a apreciar por el rabillo del ojo una sombra oscura que se cuela por su costado. De pronto y sin mediar un aviso, ante su asombro se siente elevado por los aires como un globo, como un astronauta, como en una montaña rusa. La gravedad cada vez tiene menos fuerza para sujetarlo a la tierra y lo despega del suelo. Es liviano cual niño en un carrusel, como si hubiese vuelto a los años en que su padre jugaba con él como si fuera un muñeco volador, como si de nuevo estuviera en el carro de la montaña rusa junto a esa noviecita de sus años de juventud, como si hubiese dejado atrás la pesadez que va entregando el paso del tiempo. El viejo de improviso se encuentra surfeando sobre una ola de adrenalina, montado sobre un caballo de viento, en alas de un invisible pájaro gris. Los ojos abiertos de par en par y la boca desencajada dejan ver que en unos pocos microsegundos deja de lado esas visiones de añoranza sobre días mejores y ya se está dando cuenta que nada bueno puede venir de ese vuelo involuntario.
Una vuelta. Sus pies están apoyados sobre el cielo, le parece poder caminar sobre él, como si en lugar de pavimento transitara de improviso por un sendero iluminado, como si se encontrara dentro de una pintura surrealista donde los personajes caminan entre nubes o por las paredes. Se pone a pensar en qué extraño tornado oscuro lo habrá movido así de su centro, qué fugaz nave estelar lo habrá alejado tanto del planeta como para llevarlo hasta esas latitudes, qué gigante artesano lo habrá levantado con invisibles cuerdas, cual marioneta por los aires. Otra vuelta. De nuevo se encuentra con los pies hacia abajo, pero dos metros suspendido sobre la calle, las palomas asustadas emprenden el vuelo, los oficinistas se detienen a observar al levitante anciano, ve las imágenes pasar como si estuviera en un remolino, como si de pronto el mundo se hubiese transformado en una gigantesca licuadora.
Entonces ¡Paf!... El duro y frío pavimento pegado a su mejilla lo devuelve a la realidad.
Entre las manchas borrosas que alcanza a apreciar solo distingue una mujer de bolso. No siente dolor, solo sueño. Ahora solo oscuridad.
Entonces, se ve ahí tirado desde la vereda de enfrente.

La enfermera recién egresada se acerca al herido.
El duro golpe, la forzada postura y el hilo de sangre bajo la cabeza del pobre hombre no prometían nada bueno. Le toma los signos vitales, que ya no son tan vitales, mientras sus ojos aún abiertos quedan clavados en ella. Ha visto ya algunas personas fallecidas, pero aún no se acostumbra a esa mirada perdida; como si los ojos quisieran llevarse un último vistazo de este mundo antes de tomar el misterioso camino, como si a pesar de que ya no existe vida en el resto del cuerpo, las ventanas necesitaran quedar abiertas mientras el alma prepara sus cosas para partir, como si extrañamente la existencia necesitara comunicar un último mensaje sin palabras. Se da cuenta enseguida de que no hay mucho por hacer. Le cierra los párpados y llama a urgencias.
Se queda junto al cuerpo, mientras la rodean decenas de personas que se acercan para saber si conocen al accidentado o simplemente a mirar. Algunas le hacen preguntas, pero ella no escucha, sólo se queda allí mirando como un viejo pasa sus últimos momentos bajo la luz de ese cielo que segundos antes le servía de calzada, y minutos antes le despejaba la mente para decidir mejor lo que haría, y le proporcionaba la energía necesaria que necesitaría.
Mira su reloj. Pasan solo algunos minutos, pero comienza a impacientarse mientras aguarda que llegue el vehículo de emergencia; no por el hombre, que ya se encuentra sin señales de vida, sino por lo que tiene que hacer esa mañana. En realidad, es lo mismo de todos los días, pero siente la necesidad imperiosa de hacerlo cuanto antes. Se da cuenta que tontamente lamenta ser enfermera en ese momento, por sentirse obligada a atender a ese hombre que ni siquiera conoce y que le ocupa minutos preciosos de su tiempo, como si el viejo y el conductor fugitivo se hubiesen puesto ridículamente de acuerdo para hacerle demorar su inicio de jornada. Un complot que involucra un muerto y un chofer irresponsable.
Toma su bolso y lo palpa por fuera, para saber si lo que lleva secretamente aún sigue adentro. Se pone de pie al sentir la sirena.
Aparece la ambulancia y ella se da la vuelta, retomando su camino.
Llega a la esquina y dan la luz verde, pero esta vez mira antes hacia la derecha y cruza.

El Descenso

La entrada estaba escondida en el suelo, dentro de una especie de bodega; me acerqué al borde y comencé a bajar. Me di cuenta que estaba un poco alto, pero afortunadamente había unos cajones sobre los que pude apoyarme y alcanzar el piso. Esta especie de subterráneo era una vieja habitación de madera pintarrajeada de amarillo desteñido, el olor a humedad envolvía el desorden, el abandono era palpable. Libros ajados, papeles escritos en el suelo, fotografías sepia, una solitaria y empolvada ampolleta en el centro del cielo raso iluminaba un antiguo desván con cuadernos de todos tamaños y una mesa oscura que por los rayones en su cubierta se notaba haber servido de apoyo para muchas cartas, ¿o tal vez condenas? Un lugar que sin duda escondía muchos secretos y misterios. El cuarto tenía otra entrada en el suelo, me dirigí a ella y miré hacia abajo. Por lo que alcanzaba a apreciar había un panorama similar a lo que guardaba esta pieza; situación que comprobé al bajar. Algunas sillas viejas, un espejo y un escritorio rodeados de cientos de hojas, tal vez arrancadas de los libros que reposaban sobre el suelo.
Con asombro me percaté que las habitaciones seguían y seguían, eran de tamaños similares, una debajo de la otra; como si una gran torre de madera hubiese sido enterrada completamente, ¿quizás para esconder algo? En todos los niveles el escenario era extrañamente parecido: abandono, desorden, papeles, muebles destartalados, basura; como si las personas que allí trabajaron o vivieron hubiesen tenido que irse de improviso y dejar todo a medias o perderlo a propósito entre rumas de páginas. Afortunadamente todas las piezas tenían la luz encendida, lo me permitía ver donde llegaba. Al ir pasando el tiempo me parecía que volvía a pasar de nuevo por el mismo cuarto, o quizás de forma alternada. Ya no sabía si estaba delirando producto del cansancio, o tal vez era temor, o impaciencia.
Continué bajando por horas, al principio llevaba la cuenta de las habitaciones, pero después la perdí; debían ser unas cincuenta o sesenta. Al ir descendiendo me invadía una especie de claustrofobia y una sensación de perdición. A pesar de todo seguía, como si tuviese que hacerlo sin considerar que quizás ya no pudiera regresar.
Ignoraba si aguantaría por mucho tiempo, ya fuera por mi estado mental o mi físico. Muchas veces pensé en regresar, ¿para qué seguir con esto?, ¿qué beneficios podía sacar si lo más probable era que no pudiera salir nunca más de allí? Probablemente me lesionaría al caer desde algún techo, tal vez no podría siquiera hacer el esfuerzo de subir una maldita habitación y ya llevaba casi un centenar. Pero había un impulso oculto que me mantenía en camino, que no me dejaba pensar más que en bajar y bajar.
Era deprimente encontrar siempre lo mismo y me hacía pensar continuamente en qué clase de personas podían haber existido ahí, ¿cómo habrán sido sus jornadas?, ¿qué habrán comido?, ¿habrán comido?, ¿habrán salido alguna vez desde allí?, ¿qué clase de vida llevaban?, ¿qué fue de ellos?, ¿qué los hizo elegir ese horrible lugar?, ¿acaso eligieron realmente?
Comencé a preocuparme, ¿cómo llegué hasta aquí? ¡Yo debería estar cómodamente en mi metro cuadrado de vida, sin preocupaciones ni obsesiones enfermizas!
Hasta que llegué a una de tantas piezas, pero en esta había una entrada oscura en el piso, ya no existía dentro del agujero la claridad artificial que había visto antes. Me acerqué al borde con algo de miedo y miré hacia abajo. Todo se veía negro. El temor me decía que no hiciera nada, que no podía haber nada bueno allá abajo, pero estaba decidido y no podía volver atrás. Me incliné y me colgué desde el la viga, cerré los ojos y me solté esperando lo peor.
Pero lo peor no llegó. Alcancé el suelo en unos cuantos centímetros más abajo. Miré a mi alrededor esperando que mis pupilas se acomodaran a la oscuridad, pero como no sucedía me acerqué a una de las paredes esperando encontrar algo. Había un interruptor y lo oprimí. La luz dejó al descubierto una habitación limpia, sin papeles en el suelo, sin caos, incluso más iluminada, además esta no tenía una salida hacia abajo. Ese era el fin del camino.
En el centro había dos sillones viejos, frente a frente, esperando. Me acerqué a ellos y me senté a descansar; mejor dicho, me arrojé agotado por todo el esfuerzo hecho. Estaba mareado, transpirando, el cuerpo y las piernas me temblaban por la falta de alimento y líquido. Pero había llegado, no sabía a qué ni adonde, solo sabía que lo había logrado.
Los ojos se me cerraron solos debido al inmenso agotamiento que me vencía. No se cuanto tiempo permanecí así, pero desperté al sentir un ruido de pasos en la habitación superior.
Entonces supe que había llegado el momento.

Txorlí

Cabeza de chorlito, le decían en el colegio, a pesar de que sus compañeros no sabían muy bien qué significaba esa expresión, solo la habían escuchado quizás en algún programa de dibujos animados. Lo que sí conocían era la costumbre de denominar así a las personas demasiado distraídas y que a veces podían pasar por tontas por su falta de concentración. Él tampoco sabía qué significaba, hasta que una vez se le ocurrió investigar y supo que el término “chorlito” venía del vascuense txorlí, que significa pájaro.
Se pasaba el tiempo viviendo incómodas situaciones: ya olvidaba la tarea, ya lo mandaban a comprar algo y llegaba con otra cosa, ya se dormía en cualquier lugar. Para el resto de la gente era muy divertido ver a un niño que siempre vivía más allá de las nubes, pero a él no le causaba risa, quería concentrarse en las cosas que tenía que hacer y no pasar vergüenza siendo objeto de burlas, quería mantenerse despierto a las materias de la clase, a sus estudios y a lo que le mandaba su madre.
Hasta que un día, cansado de todo eso, decidió estar atento y despierto siempre. Quería conseguir la máxima concentración que nadie hubiese logrado y ver qué pasaba en el intento. Siempre quiso saber qué pasaría si se mantenía despierto cuando llegara el sueño y qué mejor que ahora para alcanzarlo.
Comenzó por quedarse en vela hasta tarde, viendo televisión, leyendo o escuchando música. Al principio era peor, ya que lo poco que se concentraba antes, ahora era igual que nada; pero pronto, con extrañeza notó que una mañana de aquellas no amaneció con sueño, se sentía mejor que nunca; así que al otro día alargó el tiempo de vigilia y continuó de esa manera, sucesivamente. Cada día se dormía más tarde, hasta que ya no pegó los ojos en toda la noche. Un día, su madre se percató que algo extraño sucedía al ver que luz de su habitación ya estaba encendida cuando ella se levantaba. Entonces lo encaró y le preguntó que sucedía, pero él no dijo nada. En realidad, no le dio muchas vueltas al asunto, porque estaba contenta que su hijo ahora si se concentraba en sus estudios.
Así que él siguió con su rutina. Se mantenía despierto, día y noche.
Hasta que, de tanto forzar su cuerpo, comenzaron a llegar noches en que el sueño quería tomar su lugar en el cuerpo del obsesivo niño.
Una noche como esas, al llegar la hora nocturna se puso el pijama y se recostó en su cama. En un comienzo se empezó a cansar, amenazando el sueño con vencerlo, pero el hacía un esfuerzo y volvía a tratar de concentrarse. Pasaron las horas y cuando empezó a pensar que perdía la esperanza de lograrlo, y dudaba que alguna vez realmente fuera el niño despierto que deseaba, de pronto sintió unas pulsaciones en la punta de los dedos de su mano izquierda. Al principio pensó que era porque estaba en una mala posición y se acomodó de otra manera. Sin embargo, la sensación la sentía ahora en su mano derecha. Comenzaba a ser un poco molesto, ahora las manos enteras las empezaba a sentir así. Cuando sus pies se empezaron a sentir igual ya fue demasiado.
Encendió la luz y se miró las manos. Con sorpresa se dio cuenta que comenzaban a aparecerle pequeños granitos en la punta de sus dedos, que desaparecían apenas surgían, pero el fenómeno ocupaba cada vez más espacio en sus manos. Se descubrió los pies y vio asombrado que les sucedía lo mismo. Pensó llamar a su madre, pero no lo hizo creyendo que lo iba a regañar por quedarse despierto hasta tan tarde.
Entonces, esos granitos increíblemente iniciaron un proceso en que se separaban de su cuerpo y volvían a entrar en él; hasta que después de un rato ya no volvían y se evaporaban. Asustado vio que sus extremidades se empezaron a desintegrar en pequeños puntos y esa especie de cáncer orgánico-pixelar aumentaba hacia su cuerpo. Se sentía desesperado, pero ya no le salía la voz como para pedir ayuda.
Al ir cambiando su cuerpo, miró hacia los lados y vio como su pieza desaparecía, todo lo que le rodeaba se volvía borroso y empezaba a teñirse de color blanco, como envolviéndose entre misteriosas nubes. Volvió a mirarse él mismo, pero donde antes estaba su integridad corporal, solo flotaban y se disolvían pequeños puntitos. Hasta que desapareció totalmente y cual volátil pájaro de aliento comenzó a elevarse.
Extrañamente el temor desapareció, solo lo invadía una sensación de libertad.
Miró hacia abajo, justo donde antes había estado su cama, y pudo apreciar a un hombre que entre luces rojas corría desesperado hacia una extraña masa intestinal, rodeada de cables y sumergida en líquido. Siempre se había preguntado por qué el cerebro es tan parecido a los intestinos.
En ese instante, Txorlí supo que había despertado.

martes, 13 de mayo de 2008

A Diario

A diario salgo a caminar por mi cabeza.
Me calzo mis sentidos
y recorro en círculos.

A veces
quisiera romper el cráneo
y salir a pasear afuera,
pero luego
me doy cuenta
que si me escapo
ya no quedará nada en mí.

Los caminos
quedarían desiertos
las huellas se borrarían,
y los sentidos
olvidados
buscarían otra cabeza.

La Tierra Es Plana

La Tierra es plana,
y todos los sueños
están en la otra cara.
Si te asomas al borde
y miras hacia el otro lado
veras que en realidad
(o en sueño)
solo se compone
de colores
blancos,
rosados,
marrones
y negros.
Camina por la cara de los sueños,
entra a una casa cualquiera
y siéntate a la mesa a esperar.
Verás que llega alguien
que conoces, pero no conoces.
En esa casa blanca
todos ríen,
porque saben que es un sueño
y que tu eres solo realidad.

jueves, 8 de mayo de 2008

El Próximo Barco

El próximo barco
arderá bajo mis pies,
-me dije-,
lo esperaré en el muelle rojo
con un incendio en la mano.
Al abordaje mis ojos!,
tu babor será calor,
mi sable cortará tu sal,
mi espíritu será
la bala del cañón
que usaré para suicidarte.
Dos pasos doy
sobre tu espalda,
abres las aguas, sangras.
Mira mi mano,
como empuña el metal,
lengua sobre madera
y la muerte en la garganta.
- Déjame,
vete de aquí,
quiero hundirme sólo
en este mar de óxido,
en este viento feroz.