miércoles, 31 de diciembre de 2008

Inercia

El viejo va vestido de abrigo a pesar del calor primaveral, viste así para poder esconder lo que carga en su bolsillo interior. Llega a la esquina con decisión y apresuramiento pero distraído, el semáforo da la luz verde y sin mirar avanza dos pasos hacia la calle. Entonces alcanza a apreciar por el rabillo del ojo una sombra oscura que se cuela por su costado. De pronto y sin mediar un aviso, ante su asombro se siente elevado por los aires como un globo, como un astronauta, como en una montaña rusa. La gravedad cada vez tiene menos fuerza para sujetarlo a la tierra y lo despega del suelo. Es liviano cual niño en un carrusel, como si hubiese vuelto a los años en que su padre jugaba con él como si fuera un muñeco volador, como si de nuevo estuviera en el carro de la montaña rusa junto a esa noviecita de sus años de juventud, como si hubiese dejado atrás la pesadez que va entregando el paso del tiempo. El viejo de improviso se encuentra surfeando sobre una ola de adrenalina, montado sobre un caballo de viento, en alas de un invisible pájaro gris. Los ojos abiertos de par en par y la boca desencajada dejan ver que en unos pocos microsegundos deja de lado esas visiones de añoranza sobre días mejores y ya se está dando cuenta que nada bueno puede venir de ese vuelo involuntario.
Una vuelta. Sus pies están apoyados sobre el cielo, le parece poder caminar sobre él, como si en lugar de pavimento transitara de improviso por un sendero iluminado, como si se encontrara dentro de una pintura surrealista donde los personajes caminan entre nubes o por las paredes. Se pone a pensar en qué extraño tornado oscuro lo habrá movido así de su centro, qué fugaz nave estelar lo habrá alejado tanto del planeta como para llevarlo hasta esas latitudes, qué gigante artesano lo habrá levantado con invisibles cuerdas, cual marioneta por los aires. Otra vuelta. De nuevo se encuentra con los pies hacia abajo, pero dos metros suspendido sobre la calle, las palomas asustadas emprenden el vuelo, los oficinistas se detienen a observar al levitante anciano, ve las imágenes pasar como si estuviera en un remolino, como si de pronto el mundo se hubiese transformado en una gigantesca licuadora.
Entonces ¡Paf!... El duro y frío pavimento pegado a su mejilla lo devuelve a la realidad.
Entre las manchas borrosas que alcanza a apreciar solo distingue una mujer de bolso. No siente dolor, solo sueño. Ahora solo oscuridad.
Entonces, se ve ahí tirado desde la vereda de enfrente.

La enfermera recién egresada se acerca al herido.
El duro golpe, la forzada postura y el hilo de sangre bajo la cabeza del pobre hombre no prometían nada bueno. Le toma los signos vitales, que ya no son tan vitales, mientras sus ojos aún abiertos quedan clavados en ella. Ha visto ya algunas personas fallecidas, pero aún no se acostumbra a esa mirada perdida; como si los ojos quisieran llevarse un último vistazo de este mundo antes de tomar el misterioso camino, como si a pesar de que ya no existe vida en el resto del cuerpo, las ventanas necesitaran quedar abiertas mientras el alma prepara sus cosas para partir, como si extrañamente la existencia necesitara comunicar un último mensaje sin palabras. Se da cuenta enseguida de que no hay mucho por hacer. Le cierra los párpados y llama a urgencias.
Se queda junto al cuerpo, mientras la rodean decenas de personas que se acercan para saber si conocen al accidentado o simplemente a mirar. Algunas le hacen preguntas, pero ella no escucha, sólo se queda allí mirando como un viejo pasa sus últimos momentos bajo la luz de ese cielo que segundos antes le servía de calzada, y minutos antes le despejaba la mente para decidir mejor lo que haría, y le proporcionaba la energía necesaria que necesitaría.
Mira su reloj. Pasan solo algunos minutos, pero comienza a impacientarse mientras aguarda que llegue el vehículo de emergencia; no por el hombre, que ya se encuentra sin señales de vida, sino por lo que tiene que hacer esa mañana. En realidad, es lo mismo de todos los días, pero siente la necesidad imperiosa de hacerlo cuanto antes. Se da cuenta que tontamente lamenta ser enfermera en ese momento, por sentirse obligada a atender a ese hombre que ni siquiera conoce y que le ocupa minutos preciosos de su tiempo, como si el viejo y el conductor fugitivo se hubiesen puesto ridículamente de acuerdo para hacerle demorar su inicio de jornada. Un complot que involucra un muerto y un chofer irresponsable.
Toma su bolso y lo palpa por fuera, para saber si lo que lleva secretamente aún sigue adentro. Se pone de pie al sentir la sirena.
Aparece la ambulancia y ella se da la vuelta, retomando su camino.
Llega a la esquina y dan la luz verde, pero esta vez mira antes hacia la derecha y cruza.

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