miércoles, 31 de diciembre de 2008

El Descenso

La entrada estaba escondida en el suelo, dentro de una especie de bodega; me acerqué al borde y comencé a bajar. Me di cuenta que estaba un poco alto, pero afortunadamente había unos cajones sobre los que pude apoyarme y alcanzar el piso. Esta especie de subterráneo era una vieja habitación de madera pintarrajeada de amarillo desteñido, el olor a humedad envolvía el desorden, el abandono era palpable. Libros ajados, papeles escritos en el suelo, fotografías sepia, una solitaria y empolvada ampolleta en el centro del cielo raso iluminaba un antiguo desván con cuadernos de todos tamaños y una mesa oscura que por los rayones en su cubierta se notaba haber servido de apoyo para muchas cartas, ¿o tal vez condenas? Un lugar que sin duda escondía muchos secretos y misterios. El cuarto tenía otra entrada en el suelo, me dirigí a ella y miré hacia abajo. Por lo que alcanzaba a apreciar había un panorama similar a lo que guardaba esta pieza; situación que comprobé al bajar. Algunas sillas viejas, un espejo y un escritorio rodeados de cientos de hojas, tal vez arrancadas de los libros que reposaban sobre el suelo.
Con asombro me percaté que las habitaciones seguían y seguían, eran de tamaños similares, una debajo de la otra; como si una gran torre de madera hubiese sido enterrada completamente, ¿quizás para esconder algo? En todos los niveles el escenario era extrañamente parecido: abandono, desorden, papeles, muebles destartalados, basura; como si las personas que allí trabajaron o vivieron hubiesen tenido que irse de improviso y dejar todo a medias o perderlo a propósito entre rumas de páginas. Afortunadamente todas las piezas tenían la luz encendida, lo me permitía ver donde llegaba. Al ir pasando el tiempo me parecía que volvía a pasar de nuevo por el mismo cuarto, o quizás de forma alternada. Ya no sabía si estaba delirando producto del cansancio, o tal vez era temor, o impaciencia.
Continué bajando por horas, al principio llevaba la cuenta de las habitaciones, pero después la perdí; debían ser unas cincuenta o sesenta. Al ir descendiendo me invadía una especie de claustrofobia y una sensación de perdición. A pesar de todo seguía, como si tuviese que hacerlo sin considerar que quizás ya no pudiera regresar.
Ignoraba si aguantaría por mucho tiempo, ya fuera por mi estado mental o mi físico. Muchas veces pensé en regresar, ¿para qué seguir con esto?, ¿qué beneficios podía sacar si lo más probable era que no pudiera salir nunca más de allí? Probablemente me lesionaría al caer desde algún techo, tal vez no podría siquiera hacer el esfuerzo de subir una maldita habitación y ya llevaba casi un centenar. Pero había un impulso oculto que me mantenía en camino, que no me dejaba pensar más que en bajar y bajar.
Era deprimente encontrar siempre lo mismo y me hacía pensar continuamente en qué clase de personas podían haber existido ahí, ¿cómo habrán sido sus jornadas?, ¿qué habrán comido?, ¿habrán comido?, ¿habrán salido alguna vez desde allí?, ¿qué clase de vida llevaban?, ¿qué fue de ellos?, ¿qué los hizo elegir ese horrible lugar?, ¿acaso eligieron realmente?
Comencé a preocuparme, ¿cómo llegué hasta aquí? ¡Yo debería estar cómodamente en mi metro cuadrado de vida, sin preocupaciones ni obsesiones enfermizas!
Hasta que llegué a una de tantas piezas, pero en esta había una entrada oscura en el piso, ya no existía dentro del agujero la claridad artificial que había visto antes. Me acerqué al borde con algo de miedo y miré hacia abajo. Todo se veía negro. El temor me decía que no hiciera nada, que no podía haber nada bueno allá abajo, pero estaba decidido y no podía volver atrás. Me incliné y me colgué desde el la viga, cerré los ojos y me solté esperando lo peor.
Pero lo peor no llegó. Alcancé el suelo en unos cuantos centímetros más abajo. Miré a mi alrededor esperando que mis pupilas se acomodaran a la oscuridad, pero como no sucedía me acerqué a una de las paredes esperando encontrar algo. Había un interruptor y lo oprimí. La luz dejó al descubierto una habitación limpia, sin papeles en el suelo, sin caos, incluso más iluminada, además esta no tenía una salida hacia abajo. Ese era el fin del camino.
En el centro había dos sillones viejos, frente a frente, esperando. Me acerqué a ellos y me senté a descansar; mejor dicho, me arrojé agotado por todo el esfuerzo hecho. Estaba mareado, transpirando, el cuerpo y las piernas me temblaban por la falta de alimento y líquido. Pero había llegado, no sabía a qué ni adonde, solo sabía que lo había logrado.
Los ojos se me cerraron solos debido al inmenso agotamiento que me vencía. No se cuanto tiempo permanecí así, pero desperté al sentir un ruido de pasos en la habitación superior.
Entonces supe que había llegado el momento.

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